22.5.18

la escuela: institución anticuada

la nueva religion


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é preciso tomar ao pé da letra a ideia de Walter Benjamin, segundo o qual o capitalismo é, realmente, uma religião, e a mais feroz, implacável e irracional religião que jamais existiu, porque não conhece nem redenção nem trégua. Ela celebra um culto ininterrupto cuja liturgia é o trabalho e cujo objeto é o dinheiro. Deus não morreu, ele se tornou Dinheiro. O Banco – com os seus cinzentos funcionários e especialistas – assumiu o lugar da Igreja e dos seus padres e, governando o crédito (até mesmo o crédito dos Estados, que docilmente abdicaram de sua soberania), manipula e gere a fé – a escassa, incerta confiança – que o nosso tempo ainda traz consigo. Além disso, o fato de o capitalismo ser hoje uma religião, nada o mostra melhor do que o titulo de um grande jornal nacional (italiano) de alguns dias atrás: “salvar o euro a qualquer preço”. Isso mesmo, “salvar” é um termo religioso, mas o que significa “a qualquer preço”? Até ao preço de “sacrificar” vidas humanas? Só numa perspectiva religiosa (ou melhor, pseudo-religiosa) podem ser feitas afirmações tão evidentemente absurdas e desumanas.

Giorgio A.

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No es paradójico afirmar que Latinoamérica no necesita más establecimientos escolares para universalizar la educación. Esto suena ridículo porque estamos acostumbrados a pensar en la educación como en un producto exclusivo de la escuela, y porque estamos inclinados a presumir que lo que funcionó en los siglos XIX y XX necesariamente dará los mismos resultados en el XXI. De hecho, ninguna de las dos suposiciones es cierta.

América Latina necesitó tantos sistemas escolares como ferroviarios. Ambos abarcaron continentes, ambos impulsaron a las naciones ricas (ahora ya establecidas) hacia la primera época industrial, y ambos son ahora reliquias inofensivas de un pasado victoriano. Ninguno de esos sitemas conviene a una sociedad que pasa directamente de la agricultura primitiva a la era del jet. Latinoamérica no puede darse el lujo de mantener instituciones sociales obsoletas en medio del proceso tecnológico contemporâneo. Debe dejar que se desmorone el bloque del sistema educativo imperante, en vez de gastar energías en apuntarlo. Los países industrializados según los moldes del pasado pagan un precio desorbitante por mantener unidos lo nuevo y lo viejo. Este precio significa, en último término, un freno a la economía, a a libertad, al desarrollo social e individual. Si la América Latina se empena en imitar esta conducta, la educación, no menos que el transporte, será privilegio de "la crema y la nata" de la sociedad. La educación se identificará con un título, y la movilidad con un automóvil. Eso es precisamente lo que por desgracia está ocurriendo. Ni económica ni politicamente pueden nuestros pueblos soportar "la era del dominio de la escuela". 

El papel de la escuela en la evolución hacia la utopía de finales de este siglo es diametralmente opuesto en las naciones ricas que en las naciones pobres. Las primeras invirtieron enormes cantidades de dinero en poblar sus tierras de escuelas, al mismo tiempo que construyeron las redes ferroviarias. Gastaron mucho más aún cuando descubrieron que necesitaban universidades además de escuelas, las cuales construyeron al mismo tiempo que las autopistas. Piensan ser bastante ricas para terminar, en la próxima década, el proceso de poblar sus tierras de universidades construidas alrededor de un estacionamento, ya que cada uno de sus jóvenes está por tener automóvil propio. Son tan ricas, que el aumento cuantitativo de escuelas no impide a primera vista el cambio social. Pero en mi opinión lo frena, principalmente por la despersonalización del individuo que tal escolarización implica.

El monopolio escolar combate la insurgencia con mucha mayor eficacia que el napalm.

El ideal de que cada persona tenga su auto y su título ha producido una sociedad de masas tipo clase media.

En toda América Latina más dinero para escuelas significa más privilegios para unos pocos a costa de muchos. Este altivo paternalismo de la élite se formula incluso entre los objetivos políticos como igualdad (gratuidad, universalidad) en la oportunidad escolar. Cada nueva escuela establecida bajo esta ley deshonra al no escolarizado y lo hace más conciente de su "inferioridad".

El hecho es que cada año disminuye el número de clientes satisfechos que se gradúan en un nivel que se considere "satisfactorio" y aumenta el de los marcados con el estigma de la deserción escolar. A estos últimos su título de desertores gradúa para ejercer en el mercado de los marginados. La ayuda pirámide educativa asigna a cada individuo su nivel de poder, prestigio y recursos, según lo considera apropriado para él. Lo convence de que esto es ni más ni menos lo que merece. La aceptación del mito escolar por los distintos niveles de la sociedad justifica ante todos los privilegios de muy pocos.

Las escuelas frustan sí, a la mayoria, pero lo hacen no sólo con todas las apariencias de legitimidad democrática, sino también de clemencia.

Pocos años de escuela inculcan una convicción en el niño: el que tiene más escolarización que él tiene una indiscutida autoridad sobre él.

La escuela limita la vitalidad de mayoría y minoría, capando la imaginacións y destruyendo la espontaneidad. La escuela divide a la sociedad en dos grupos: la mayoría disciplinadamente marginada por su escolarización deficiente, y la minoría de aquellos tan productivos que el aumento previsto en su ingreso anual es muchísimo mayor que el promedio anual del ingreso de esa inmensa mayoría marginada.

Cualquier cambio o innovación en la estructura escolar o la educación formal, según la conocemos, presupone: 1) cambios radicales en la esfera política; 2) cambios radicales en el sistema y la organización de la producción, y 3) una transformación radical de la visión que el hombre tiene de sí como un animal que necesita escolarización.

No hay razón alguna para continuar con la tradición medieval de que los hombres se preparan para la vida secular cotidiana a través de la encarcelación en un recinto sagrado, llámese monasterio, sinagoga o escuela.

Como podrán coexistir una sociedad con una tradición de escuelas corrientes, con otra que se ha salido del patrón educativo tradicional y cuya industria, comercio, publicidad y participación en la política es, de hecho, diferente?

Un mundo que tiene fe en la iniciación ritual de todos sus miembros a través de una "liturgia escolar" tiene que combatir todo sistema educativo que escape a sus cánones sagrados.

La legitimación de la educación por las escuelas tiende a que se visualice cualquier tipo de educación fuera de ella como accidental, cuando no como delito grave. Aún así, es sorprendente la dificultad con que la mentalidad escolarizada puede percibir el rigor con el cual las escuelas inculcan lo imprescindibles que son y, con esto, la inevitabilidad del sistema que patrocinan. Las escuelas adoctrinan al niño de manera que éste acepte el sistema político representado por sus maestros, incluso ante la insistencia de que la enseñaza es apolítica.

En última instancia, el culto a la escolarización levará a la violencia. El establecimiento de cualquier religión lleva a eso. Al permitir que se extienda la prédica por la escolarización universal tiene que aumentar la habilidad militar para reprimir la "insurgencia" en Latinoamérica. Sólo la fuerza podrá controlar en útima instancia las expectaciones frustradas que la propagación del mito de escolarización ha desencadenado. La permanencia del sistema escolar actual puede muy bien fomentar el fascismo latinoamericano. Sólo un fanatismo inspirado en la idolatría por un sistema puede, en último término, racionalizar la discriminación masiva que es la resultante de insistir en clasificar con grados académicos a una sociedade necesitada.

Las escuelas en una economía de escasez que ha sido invadida por la automatización, acentúan y racionalizan la coexistencia de dos sociedades: una colonia de la otra.

Hoy en América Latina es tan peligroso dudar del mito de la salvación social por medio de la escolarización como lo fue hace cientos de años dudar de los derechos divinos de los Reyes Católicos.

Ivan  Illich
Julio de 1973